En un año de escritoras locales, tocaba reivindicar que Sant Just ha dado a la literatura catalana la primera autora que publica en el The New Yorker. El Ateneu, casa grande de la cultura del pueblo, abrió las puertas a la presentación de la primera novela de Irene Pujadas.

El miedo a haber pecado de optimistas reservando la Sala del Cinquantenari, en vez de disponer del espacio más discreto de la Sala Piquet (que siempre parece llena), se acabó cinco minutos antes de las 7, cuando estaba claro que la setentena de personas que buscaban asiento no habrían cabido en el espacio de al lado. Además, La intrusa se merecía un espacio cinematográfico, para estar en sintonía con lo que es: un viaje alucinado, o quizás grotesco, que recorre los inmensos espacios exteriores… del interior del cuerpo de la protagonista. Como resolver este contrasentido no es fácil, y el mes y medio que la novela lleva en la calle, ha servido para constatar que no todos los paladares saben apreciar (o consiguen saborear) una propuesta que pide al lector que deje muchas convenciones fuera (¿de si mismo?), la charla entre el librero y la autora intentó centrarse en desgranar el quid de la propuesta. Sin desvelar ningún secreto, porque tampoco de esto va el libro: La intrusa convierte el lenguaje en el auténtico protagonista y, sí, hay una trama –un viaje épico con aires de aventura del s. XVIII–, y también un propósito –en palabras, aproximadas, de la autora: «vivimos en un mundo que nos quiere convencer que la angustia vital que arrastramos hay que solucionarla autoanalizándonos cuando es el mundo que nos rodea el que falla por todos lados, ¡tiene narices!«–, pero es sobre todo un festival de la imaginación. Tanto en el aspecto fabulador, como lo es la creación de mundos nuevos («países», los llama la autora); como en la vertiente de invención lingüística: palabras nuevas («tiraquevas», «protorevolucionari», «trapalatropa»…), resignificación de partículas (el pronombre «li» para indicar el género no binario, sin abusar de él ni haciendo ninguna bandera), adopción con naturalidad de expresiones orales plenamente integradas en el habla («cego», «batxata»…) o el uso, cuando hace falta, y sin voluntad de lucimiento, de palabras demodé del léxico catalán («plepa», «salpebrar», «fanfarró»…).

Punto y a parte merece la capacidad para dotar de ritmo cada frase, hasta hacer posible que enumeraciones delirantes se lean con una sonrisa en los labios (cuando no se trata de una carcajada sonora) por el acierto en elegir cada uno de los elementos de la lista. Para muestra:

«Pero Diana les siguió llenando la cabeza de imágenes extrañas que les perseguirían durante las horas de bajar el ritmo: los estratos de la atmósfera, la geología de Montserrat, el arte del cunnilingus y las formas de los cumulonimbus, el vino tinto, la calle d’Avall de Balaguer, las autopistas de ocho carriles, las coreografías de las canciones de country, el aceite de arbequina de las Garrigues, Vallfogona del Ripollès. O el canto de las sirenas y el canto de las ballenas, las algas y el musgo, los parásitos, el olor de neumático quemado.»